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lobos presintiendo la muerte de su presa.
Abandonando definitivamente toda precaución, emprendí la huida. Corrí a toda la velocidad de la que
era capaz, aun a ries-go de estrellarme contra algún árbol.
De pronto, el bosque empezó a aclararse. Los arbustos desa-parecieron, y a través de las ramas
empezó a filtrarse algo de luz.
Seguí mi alocada carrera como un condenado perseguido por todos los demonios, oyendo detrás de mí
los aullidos de mis perseguidores, que se iban transformando en alaridos de ra-bia a medida que me
alejaba de ellos. Ningún picto puede com-petir con la veloz carrera de un corredor del bosque. Mi
úni-co peligro era que hubiera más centinelas o patrullas delante de mí que advirtieran mi presencia, y
me cortaran el paso. Era un riesgo que tenía que correr. Pero tuve suerte. Ninguna sombra pintada
detuvo mi huida, y poco después, a través de la maleza que rodeaba una ensenada, descubrí un
resplandor. Supe que era la luz del fuerte de Kwanyara, el último puesto fronterizo al sur de Schohira.
Antes de seguir con el relato de aquellos a os sangrientos, quizás convenga contar algo acerca de mí
mismo y explicar por qué atravesé la frontera picta adentrándome en su territorio, de noche y solo.
Soy el hijo de Gault Hagar. Nací en la provincia de Conajoha-ra. Dos a os antes de esta historia los
pictos cruzaron el río Negro, asaltaron el fuerte Tuscelan, pasaron a cuchillo a todos los hombres,
menos uno, y obligaron a todos los habitantes de la provincia a marchar al este del río Trueno.
Conajohara dejó de ser una tierra civilizada para convertirse en territorio de barba-rie, habitado sólo
por hombres y bestias salvajes. Las gentes de Conajohara se dispersaron por la Marca Occidental.
Algunos se establecieron en Schohira, otros en Conawaga o en Oriskonie, pero la mayor parte -mi
familia entre ellos- marcharon hacia el sur y se asentaron cerca de la fortaleza de Thandara, cerca del
río del Caballo. Más tarde se unieron a ellos otros provenientes de las provincias más antiguas y más
densamente pobladas, y fundaron la provincia libre de Thandara que, a diferencia de otras, no estaba
sometida a los grandes se ores. Thandara no pa-gaba tributos a ningún noble. El gobernador era
elegido por no-sotros mismos entre los hombres de nuestro pueblo y sólo él era responsable ante el
rey. Construimos nuestros propios fuer-tes y nos mantuvimos independientes tanto en los períodos de
guerra como en las épocas de paz. Pero siempre tuvimos un enemigo: las tribus pictas de la Pantera, el
Lagarto y la Nutria, nuestros salvajes vecinos del otro lado de la frontera.
Fuimos prosperando sin preocuparnos de lo que ocurría al este de nuestras fronteras, en el reino del
que provenían nues-tros antepasados. Sin embargo, al poco tiempo, los aconteci-mientos que se
estaban produciendo en Aquilonia nos afecta-ron de forma muy directa. Nos llegaron noticias de una
guerra civil y de un hombre que se había levantado en armas para de-rrocar a la antigua dinastía. Las
llamas del levantamiento pren-dieron en nuestras fronteras, enfrentando a vecinos contra ve-cinos y a
hermanos contra hermanos. Mientras los caballeros luchaban y morían en las planicies de Aquilonia,
yo me aden-traba en la frontera que separa Thandara de Schohira, portando noticias que pudieron
cambiar el destino de toda la Marca Oc-cidental.
El fuerte de Kwanyara era peque o. Consistía en una cons-trucción de madera rodeada de una
empalizada, a orillas de una ensenada. Vi la bandera recortada contra el rosa pálido del cie-lo de la
ma ana, y descubrí que algo faltaba: el estandarte real que habría tenido que ondear junto a ella, con la
serpiente de oro bordada en su tela, no estaba allí. Eso podía querer decir mucho o nada. Nosotros, las
gentes de la frontera, no prestamos demasiada importancia a los símbolos y a los protocolos, tan
im-portantes para los caballeros de otros reinos.
Atravesé la ensenada del Pu al al amanecer, vadeándola, y al llegar a la otra orilla me encontré con un
guardián de la fronte-ra, un hombre alto, vestido con un jubón de cuero. Cuando supo que venía de
Thandara exclamó:
-¡Por Mitra, debe de ser algo muy urgente lo que te trae has-ta aquí! De otro modo, habrías venido por
el camino principal, sin necesidad de atravesar la tierra salvaje.
Una estrecha franja conocida con el nombre de «Tierra Sal-vaje», separaba Thandara de las Marcas
Bosonias. Había otro ca-mino que rodeaba estas tierras y que comunicaba a Thandara con las demás
provincias atravesando las marcas. Pero era un ca-mino largo. Demasiado largo.
Me pidió que le contara lo que estaba ocurriendo en Than-dara, pero le contesté que no tenía noticias
recientes, porque acababa de regresar de una larga patrulla por las tierras de los Nutria. Era mentira,
pero desconocía el giro de los aconteci-mientos políticos en Schohira y temía que mis respuestas
pu-dieran comprometerme. Le pregunté si estaba en la fortaleza de Kwanyara el hijo de Hakon Strom.
Me respondió que no estaba allí, sino en la ciudad de Schondara, situada unas pocas leguas al este del
fuerte.
-Espero que Thandara se incline a favor de Conan -dijo, profiriendo un juramento-. Eso es lo que
nosotros deseamos. Si no fuera por mi maldita suerte, no estaría aquí vigilando esta frontera. Daría
todo lo que tengo por estar con nuestro ejército, que espera en Thenitea, en la ensenada de Ogaha, el
ataque de Brocas de Torh y sus malditos renegados.
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