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atmósfera doméstica, y nos encauzaba, sin darnos cuenta a una misma finalidad sin
esperanzas.
Comprendo que debiera haber recordado a tiempo mi posición en aquella casa,
colocándome inmediatamente a la defensiva. Quise hacerlo, pero fué demasiado
tarde. Con Laura me faltaron toda la discreción y experiencia que con otras
mujeres me había servido, impidiéndome que cediera a la tentación. Mi práctica,
profesional había adquirido durante varios años el hábito de hallarse en contacto
continuo con mujeres de todas edades y belleza. Yo aceptaba esa situación como
una parte primordial de la carrera de mi vida. Me acostumbré a prescindir de todas
las simpatías propias de mi edad en el momento en que atravesaba el umbral de las
casas donde daba mis lecciones, del mismo modo que prescindía de mi paraguas
en el momento de entrar en la habitación. Mucho antes había aprendido a
comprender que mi situación de profesor impedía en todo momento que ninguna
de mis discípulas, por mi situación asalariada me cobrara un cariño especial. Esta
ha persuadido de que si se me autorizaba a vivir entre discípulas jóvenes y
hermosas, me convertía en una especie de animal inofensivo y doméstico del que
no hay nada que temer. Esta prudente experiencia, que adquirí hacía mucho
tiempo, me había llevado a través de mi modesto camino de artista por el sendero
de una estricta austeridad, sin permitirme en momento alguno el menor paso dado
por una senda que no fuera la del deber. Pero ahora, por primera vez en mi vida,
esta experiencia y yo nos habíamos separado. En efecto, el dominio que había
conseguido sobre mí mismo, alcanzado de una forma tan dura, lo perdí de tal modo
que me pareció no haberlo tenido jamás. Lo perdí del mismo modo que muchos
hombres, en situaciones semejantes, siempre que aparecen mujeres de por medio.
Comprendo ahora que hubiera debido examinarme a mí mismo desde mi entrada
en aquella casa, preguntarme por qué cualquier rincón de ella me pareció un
paraíso en cuanto aparecía Laura y un desierto en cuanto salta, por qué despertaba
mi atención cualquiera de las modificaciones que imponía a su modo de vestir,
particularmente cuando nunca me había fijado en este detalle con respecto a otras
mujeres, y, por último, por qué la contemplaba, la escuchaba y tocaba sus manos
día y noche, cuando nos las dábamos, como nunca había contemplado, escuchado
y tocado a mujer alguna. Todo esto debía haberlo examinado desde el fondo de mi
corazón, y, al sorprender en él esta raíz nueva y extraña, arrancarla de cuajo antes
de que se fortaleciera. Pero para mi confesión bastaban, como explicación de todo
cuanto me ocurría, estas dos palabras: la quería.
Transcurrieron días, y semanas, y se acercaba el término del tercer mes de mi
estancia en aquella casa. Aquella vida deliciosa y monótona y el aislamiento
común, me embriagaban de tal modo que me dejaba sin lucha arrastrar por el
encanto de aquella corriente suave.
El recuerdo del pasado, mis aspiraciones para el futuro, el sentimiento de lo falso y
desesperado de mi posición, continuó culto en mis, sentimientos bajo la apariencia
de una calma engañosa. Aturdido por el canto de la sirena, que dentro de mi propio
corazón oía, cerré ojos y oídos a cuanto pudiera señalarme un peligro y navegué
acercándome cada vez más a las rocas fatales, de mi desgracia. Me despertó el
alba, al fin, acusándome de mi propia debilidad. Fué la más leal, la más bondadosa
de todas las luces, porque tácitamente venía de ella. Una noche como las demás
nos despedimos. Mis labios, ni ese día ni otros anteriores, habían pronunciado la
menor palabra que pudiera traicionarme o sorprenderla con el conocimiento de la
verdad. Pero cuando por la mañana volvimos a encontrarnos, se había operado en
ella un cambio, y esta transformación me lo dijo todo.
Me horroricé entonces, y todavía su recuerdo me produce espanto, al invadir el
más, íntimo santuario de su corazón y abandonarlo a las miradas de los demás,
como hice con el mío. Diré tan sólo que la primera vez que ella sorprendió mí
secreto fué en el mismo momento, estoy seguro, en que sorprendió el suyo, y
ocurrió esto cuando su modo de ser cambió con respecto a mí en una noche.
Demasiado leal para engañar a nadie, era también, al mismo tiempo, demasiado
sincera para engañarse a sí misma. Cuando se manifestaron en su corazón los
primeros síntomas de lo que yo, con toda cobardía, había callado en el mío, se
enfrentó con ellos diciendo resuelta y sencillamente: «Lo siento por los dos».
Yo, entonces, no supe interpretar, que esto, y muchas más cosas, decían sus
miradas. Pero, en cambio, supe comprender claramente la transformación que
experimentaron sus maneras, el crecimiento de su bondad y de su viveza para
cumplir mis menores deseos aun antes de que los expresara; y luego, una
desconocida tristeza y tirantez que yo nunca había visto en ella, además de una
nerviosa ansiedad que la impulsaba a ocuparse febrilmente en algo cuando nos
quedábamos solos. Ahora comprendía por qué aquellos dulces y rosados labios
sonreían de una manera extraña y forzada, y por qué sus dulces ojos azules me
contemplaban a veces con una angelical piedad y otras con la perplejidad inocente [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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