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saludar quiso a su padre, que había sido el matador, ni responder a
ninguna pregunta que le hiciera; llegando a tal punto, que Periandro,
lleno de enojo, echó al hijo fuera de su casa.
LI. Echado su hijo menor, procuró Periandro saber del mayor lo
que les había dicho y prevenido su abuelo materno. El mozo, sin acor-
darse de la despedida de Procles, a que no había particularmente aten-
dido, dio cuenta a su padre de las demostraciones de cariño con que
habían sido recibidos y tratados por el abuelo; pero replicándole Pe-
riandro que no podía menos de haberles aquel sugerido algo más, y
porfiando mucho al mismo tiempo en querer saberlo todo puntual-
mente, hizo por fin memoria el hijo de las palabras que usó con ellos el
abuelo al despedirse y las refirió a su padre. Bien comprendió Perian-
dro lo que significaba aquella despedida; mas con todo nada quiso
aflojar del rigor que usaba con su hijo, sino que, enviando orden al
dueño de la casa donde se había refugiado, le prohibió darle acogida en
ella. Echado el joven de su posada, se acogió de nuevo a otra, de donde
por las amenazas de Periandro y por la orden expresa para que de allí
se le sacara, fue otra vez arrojado. Despedido segunda vez de su alber-
gue, fuese a guarecer a casa de unos amigos y compañeros suyos,
quienes no sin mucho miedo y recelo, al cabo por ser hijo de Periandro,
resolvieron darle acogida.
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Ciudad de la Argolida, quizá Pigiada hoy día, célebre por el templo de
Esculapio.
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Los nueve libros de la historia donde los libros son gratis
LII. Por abreviar la narración, mandó Periandro publicar un bando
para que nadie admitiera en su casa a su hijo ni le hablara palabra, so
pena de cierta multa pecuniaria que en él se imponía, pagadera al tem-
plo de Apolo. En efecto, publicado ya este pregón, nadie hubo que le
quisiera saludar ni menos recibir en su casa, mayormente cuando el
mismo joven por su parte no tenía por bien solicitar a nadie para que
contraviniera al edicto de su padre, sino que sufriendo con paciencia la
persecución paterna, vivía bajo los portales de la ciudad, andando de
unos a otros. Cuatro días habían ya pasado, y viéndole el mismo Pe-
riandro transido de hambre, desfigurado y sucio, no le sufrió más el co-
razón tratarle con tanta aspereza; y así, aflojando su rigor, se le acercó,
y le habló de esta manera: -«¡Por vida de los dioses, hijo mío! ¿cuándo
acabarás de entender lo que mejor te está, si el verte en la miseria en
que te hallas, o tener parte en las comodidades del principado que
poseo, solo con mostrarte dócil y obediente a tu padre? ¿Es posible que
siendo tú hijo mío y señor de Corinto, la rica y feliz, te afirmes en tu
obstinación, y ciego de enojo contra tu mismo padre, a quien ni la
menor seña de disgusto debieras dar en tu semblante, quieras a pesar
mío vivir cual pordiosero? ¿No consideras, niño, que si alguna desgra-
cia hubo en nuestra casa, de resultas de la cual me miras sin duda con
tan malos ojos, yo soy el que llevé la peor parte de aquel mal, y que
pago ahora con usura la culpa que en ello cometí? Al presente bien has
podido experimentar cuánto más vale envidia que compasión, tocando
a un tiempo con las manos los inconvenientes de enemistarte con los
tuyos y con tus mayores y de resistirles tenazmente. Ea, vamos de aquí,
y al palacio en derechura.» Así se explicaba Periandro con el obstinado
mancebo; pero el hijo no dio a su padre más respuesta, que decirle
pagase luego a Apolo la multa en que acababa de incurrir por haberle
hablado. Con esto vio claramente Periandro que había llegado al ex-
tremo el mal de su hijo, ni admitía ya cura ni remedio, y determinado
desde aquel punto a apartarlo de sus ojos, embarcándole en una nave le
envió a Corcira, de donde era también, soberano. Pero queriendo ven-
gar la contumacia del hijo en la cabeza del que reputaba por autor de
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Herodoto de Halicarnaso donde los libros son gratis
tanta desventura, hizo la guerra a su suegro Procles, a quien cautivó
después de tomar por fuerza a Epidauro.
LIII. No obstante lo referido, como Periandro, corriendo el tiempo
y avanzando ya en edad, no se hallase con fuerzas para atender al
gobierno y despacho de los negocios del Estado, envió a Corcira un
diputado que de su parte le dijera a Licofron que viniese a encargarse
del mando; pues en el hijo mayor32, a quien tenía por hombre débil y
algo menguado, no reconocía talento suficiente para el gobierno. Pero,
caso extraño, el contumaz Licofrón no se dignó responder una sola
palabra al enviado de su padre: y con todo, el viejo Periandro, más
enamorado que nunca del mancebo, hizo que una hija suya partiese a
Corcira, esperando vencer al obstinado príncipe por medio de su
hermana, y conseguir el objeto de sus ansias y deseos. Llegada allá,
hablóle así la hermana: -«Dime, niño, por los dioses: ¿has de querer
que el mando pase a otra familia, y que la casa de tu padre se pierda,
antes que volver a ella para tomar las riendas del gobierno? Vente a
casa conmigo, y no más tenacidad contra tu mismo bien. No saber
ceder es de insensatos; no dejes curarte la uña, y vendrás a quedar cojo.
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